jueves, mayo 05, 2016

Cruzando la puerta mágica (1907), de Arthur Conan Doyle



Imaginad por un momento que podéis desplazaros en el tiempo y en el espacio y visitar el hogar de uno de vuestros escritores favoritos. Imaginemos. La casa de bambú y madera en las Islas Vírgenes de Henry S. Whitehead, con el aroma de la jungla y el vudú embriagando nuestros sentidos. La casa señorial de Mary Wollstonecraft cercada por una tormenta infernal en una noche de invierno, con el fuego de su gran chimenea del salón reconfortando nuestros corazones. La buhardilla bohemia y siempre abarrotada de gente estrafalaria y locura de Maurice Renard. O que visitamos la mansión victoriana y sobria de Arthur Conan Doyle de la mano del mismísimo Bram Stoker. ¿Lo estáis imaginando? Pues bien: una de estas cuatro visitas puede hacerse realidad. Solo hay que abrir las páginas de este libro, Cruzando la puerta mágica (Through the Magic Door, 1907), y enseguida el autor de Drácula, en fantástica introducción a lo que está por venir, nos acompañará al interior de la casa de Conan Doyle, nos hará avanzar por uno de sus pasillos hasta su biblioteca y nos dejará sentados frente a él, cediendo todo el protagonismo de este encuentro único al anfitrión.

Seguro que os sucede también: entráis en una casa por primera vez y vuestros ojos buscan casi sin querer las estanterías de libros. En muchas ocasiones supone una búsqueda vana. Casi más un deseo que una realidad de que ojalá haya allí algo con lo que entretenernos durante la larga velada en la que nuestra atrofiada y raquítica faceta social deberá abrirse camino por un muro de disgusto hasta lograr hacernos parecer medio humanos. Humanos sociables, se entiende, que para nada es el mejor tipo de humano, si bien desde luego sí el más aceptado. Esto último no nos preocupa lo más mínimo, seguimos mirando alrededor, un acto reflejo buscando la biblioteca. Y lo normal es que no la haya, o que si la hay resulte tan escuálida como nuestra capacidad de socializar, imposible detener la vista en ella más de un par de minutos o de mantener nuestra atención alerta. Pese a lo horrible que nos pueda parecer leemos todos los títulos. Sin embargo, hay veces que no sucede así. Hay veces en que encontramos unas librerías llenas de joyas conocidas o por conocer, donde perdernos sin tener en cuenta el tiempo, donde de repente esa tarde aburrida en la que uno tendrá que ser amable y sonreír y realizar otras cosas de mal gusto se transforma en un viaje plagado de libros maravillosos. Ahora estamos en una de esas mágicas tardes. Estamos en la casa de Arthur Conan Doyle. Y él mismo, el mismo Doyle en persona, nos va a enseñar una a una cada estantería de su biblioteca comentándonos los volúmenes guardados en ella. ¿Imagináis velada mejor? Yo tampoco, claro que no. Puedo imaginarla igual. Jamás mejor.

Tras la fantástica introducción de Bram Stoker al hogar de Doyle todo está preparado ya para atender a la relación de los volúmenes que adornan sus estanterías. Porque no otra cosa es este maravilloso estudio: un recorrido por los libros preferidos del creador de Sherlock Holmes y el profesor Challenger. Y resulta irónico que citemos estos dos ciclópeos personajes de su creación cuando sabemos que Doyle por lo que anhelaba ser recordado era justo por su otra faceta, la de autor de novela histórica, algo de lo que tomaremos prístina nota según avancemos en la lectura del libro aunque jamás se nos diga de manera explícita. Porque autores gigantescos, de pulcro renombre, autores de la novela más seria y del ensayo más reputado junto a tomos interminables de historia es lo que Doyle nos mostrará orgulloso y apasionado de entre su colección. Y su pasión es contagiosa, tenemos que decir. Así se suceden Macaulay, Walter Scott, Boswell, Samuel Johnson, Edward Gibbon, Samuel Pepys… Auténticos colosos ante los cuales no nos sorprende la admiración de Doyle por ellos ni que tengan un lugar destacado en sus filas, aunque sí nos hace desear que se detenga también en los más oscuros y menos reconocidos. Eso sí, un deseo casi etéreo porque la narración y las explicaciones de nuestro anfitrión son ajustadísimas y entretenidas, y sentimos de forma tan potente que estamos allí con él asistiendo a su amable charla que podríamos seguir escuchando horas y horas aunque nos empezara a hablar de la pesca de la trucha con mosca, de fútbol o hasta de boxeo. Pero vaya, justo esto último, otra de sus grandes aficiones, es el corazón del quinto capítulo: todo un repaso a la historia pugilística, a sus héroes y a los escritores que de todo ello nos dejaron constancia.

Por cuestión de afinidad, es el siguiente capítulo el que me llegó más hondo, pero que no signifique esto que me pareció el mejor. Doyle nos deja aquí sus opiniones sobre el relato, y son bien curiosas. Afirma que Dickens jamás escribió un cuento corto memorable (cuando al menos sí que nos legó uno genial: El guardavías, The Signalman, 1866), y salva por los pelos en este apartado a su idolatrado Scott. Justo lo contrario afirma de Poe y Stevenson: alaba sin fin sus relatos pero no así sus producciones más extensas. Tampoco importa: sus palabras sobre ambos escritores, aun cuando les saca algún defectillo, están tan llenas de amor que no podemos más que asentir en silencio y no decir ni una sola palabra pues justo ahora menos que nunca querríamos interrumpirle. Y a continuación ofrece una lista de sus relatos preferidos, unas páginas que se leen con las manos temblorosas de excitación y deteniéndonos a cada línea para apuntar los títulos, tanto los que ya hemos leído como los que aún no. Hay sitio para Bret Harte, Maupassant, Kipling, Nathaniel Hawthorne (del cual afirma hacérsele poco grato de leer), Bulwer-Lytton, el genial Quiller-Couch, Grant Allen y Ambrose Bierce. Una selección mareante, cuando menos.

Tras esta profunda andanada Doyle sigue con los libros de historia (apartado especial para las crónicas napoleónicas), los grandes novelistas del siglo XVIII (siempre anglosajones, claro, que para algo Doyle insiste sin cansancio en que la cultura dominante es la suya, la que representa el mundo civilizado), poca poesía y sí muchos libros de viajes, ciencia y ensayo (capítulo en el que de nuevo Doyle se inflama con encendidas palabras hacia Stevenson, ahora a propósito de su prodigioso Virginibus Puerisque). Llegamos al final y sentimos que debemos marcharnos, se nos ha hecho algo tarde y es hora de abandonar su biblioteca y sentirnos de nuevo otra vez más solos. Hemos echado un vistazo al maravilloso mundo que nos espera tras la puerta mágica, allí donde la literatura es un bálsamo, un refugio de belleza, una fuente cristalina de aguas puras que nos llena de fuerza y vigor para poder así enfrentarnos a nuestra aburrida vida cotidiana. Vemos por los ojos de Doyle, y a su lado hemos atisbado por unas horas el paraíso. Esta es la magnífica segunda entrega de la editorial GasMask Editores. Por unos días no ha podido hacernos más felices.


DOYLE, Arthur Conan. Cruzando la puerta mágica. Traducción de Carlos Pranger y Miguel Ángel Villalobos (introducción de Bram Stoker); notas de Carlos Pranger. Málaga: GasMask Editores, 2015. 256 p. Desiderata; 1. ISBN 978-84-944090-0-4.