miércoles, marzo 28, 2012

EAM # 14: El lago de los muertos, de Kåre Bergstrøm (1958)


La onírica película El lago de los muertos (De dødes tjern), dirigida por Kåre Bergstrøm en el año 1958, fue la película que comenté la semana pasada en la página de cine de Emilio Luna El antepenúltimo mohicano. Espectros vengadores cargados de odio darán origen a una leyenda fantasmal que teñirá de horror las aguas de un lago noruego. Secuencias de una belleza sobrenatural se entremezclan con escenas en las que se hacen uso de todos los recursos clásicos de los relatos del género de terror. Una película de una gran sencillez pero con un poderoso sentido de lo fantástico.


Puedes leer el comentario







lunes, marzo 26, 2012

EAM # 13: Cielo amarillo, de William A. Wellman (1948)




La espectral película del oeste Cielo amarillo (Yellow Sky), dirigida por William A. Wellman en 1948, fue la película que comenté hace casi dos semanas en la página de cine El antepenúltimo mohicano. Un desierto voraz, un pueblo fantasma, unos forajidos más salidos que el rabo de un cazo, como se diría en mi pueblo, que son muy dados a la poesía romántica, y unos personajes tan ávidos de dinero que el sexo casi, solo casi, podría estar en segundo plano. En fin, la vida misma reflejada en una magnífica película del oeste. 

Puedes leer el comentario




El grupo de forajidos de más arriba no está mirando el infinito precisamente. Será el infinito el que los mire a ellos poco después.





martes, marzo 13, 2012

El santuario y otras historias de fantasmas, de E. F. Benson (1905-1934)


El haber leído recientemente la novela Reina Lucía (1920) de Edward Frederic Benson (1867-1940) hizo que postergara otras lecturas y me fuera corriendo a rescatar mis viejos volúmenes con sus cuentos de terror. Da la sensación de que cuantas más veces los lees, mejores son. Solo eso explicaría la verdadera felicidad, el auténtico placer que ha supuesto enfrentarme de nuevo a Benson y sus terrores. Un maestro a la altura de su amigo M. R. James.

Se ha dicho muchas veces, pero repitámoslo porque es verdad: Benson, como ya estaban haciendo otros autores, instala el cuento de miedo en la época actual. Escenarios comunes y cotidianos, reconocibles para el lector aunque abunden las casas vacías y abandonadas, quizás uno de los pocos aspectos que Benson conserve del pasado. Pero que nadie lo interprete como una rémora: es el eslabón que lo une a un pasado prodigioso. Este libro recoge trece relatos escritos entre los años 1905 y l934.

Este añejo volumen se abre con La confesión de Charles Linkworth (1912), un fantástico relato de espectro que retorna al lugar donde encontró la muerte buscando confesar un crimen cometido y así ser perdonado. En fin, lo habitual, pero Benson le da un giro tan sencillo como tremendamente eficaz: el espectro se comunicará por teléfono. ¿Dijimos cómo Benson llevó a los aparecidos al siglo XX? Este cuento es un ejemplo perfecto. Y eso sin renunciar a las consabidas apariciones fantasmales, de una fuerza sobrenatural increíble. Robert Aickman intentaría algo parecido más de medio siglo después en su relato Che gelida manina (1966), y aunque es un buen cuento está mermado por las tristes ínfulas de escritor serio del autor, quedando a años luz del cuento de Benson.

En la tumba de Abdul Alí (1912) nos arrastra en un fascinante viaje por las arenas cálidas del desierto de Egipto, tumbas antiguas y figuras de Magia Blanca y Magia Negra. El objetivo de un malvado ladrón de cadáveres es resucitar brevemente a un difunto para que le diga dónde ocultaba su fortuna. La persecución a escondidas y el enfrentamiento en la noche egipcia, con el viento que levanta la arena creando un velo de misterio que se torna físico, en un siniestro cementerio resultan estremecedores, con un aire de relato clásico de aventuras que no hace sino dotar de más fuerza aún a la historia. Benson crea la atmósfera con una sencillez, pero al tiempo una cuidada esencia evocadora, que es admirable.

Entre la alegoría y lo fantástico se mueve La gata (1905), en el que un pintor vive un breve pero fulgurante momento de éxito. La mujer-felino que lo fascina quizá sea más un síntoma que algo real.

El terror nocturno (1912) es un relato fantástico sobre cómo sentimos la influencia de lo sobrenatural y cómo lo espectral se muestra de manera distinta a cada uno de los protagonistas de una misma historia. Un cuento de fantasmas de trama tradicional, la de la visita de un ser querido justo cuando en algún lugar lejano acaba de morir, que Henry James había sublimado en su genial Los amigos de los amigos (1896), y la cual Benson hace especial gracias a su maestría para lo fantasmal. También se vale de un buen truco cuyo efecto es demoledor para el lector: presenta la historia como si quisiera demostrar una teoría con ella y nos la relata con cierto distanciamiento. El contraste con lo emocionante que nos parece lo narrado provoca una enorme impresión. La frialdad de su exposición aumenta el impacto.

La señora Amworth (1922) es un relato de vampiros en el cual Benson consigue ese efecto tan increíble que es el de contarnos una historia que no ofrece ni un solo punto de su trama novedoso y que sin embargo leemos con avidez. De magnífica atmósfera, todo un ejemplo de que en ocasiones no es importante la originalidad, sino el saber contar una historia. Y Benson en esto último es magistral.

Esto mismo se puede aplicar a La reconciliación (1928), salvo que aquí la historia versa sobre un fantasma ávido de venganza que habita una solitaria mansión campestre. Poderosas imágenes espectrales jalonan el relato convirtiéndolo, de nuevo, en un gran cuento sin necesidad de recurrir a la originalidad. Pero no todos iban a ser perfectos. Bagnell Terrace (1925), mezcla de historia fantasmal y maldición o posesión egipcia es de lo más flojito de la recopilación. Se lee con agrado, por descontado, pero quizá desmerece un tanto ante el deslumbrante nivel del resto.

No importa que el anterior no colmara las altas expectativas, porque justo a continuación podemos leer el prodigioso Un cuento sobre una casa vacía (1928), un relato acerca de un espectro solitario y un espeluznante ataque fantasmal en una desolada marisma, en una casa abandonada en medio de la nada. Un paisaje que se nos antoja antinatural al hallarse cubierto la mayor parte del tiempo por la marea, la cual al bajar deja al descubierto la casa maldita del título. Y dejo de escribir que de solo recordarlo me están dando escalofríos. Siempre me ha recordado a una aterradora historia que me contaron de niño y me produce un particular desasosiego.

También un relato sobre una casa espectral que encierra una historia de horror y crimen entre sus gélidas paredes es La casa de la esquina (1928), más inquietante por lo horrible que late siempre de manera subterránea a la narración, más por lo que calla, que por lo que nos cuenta. Por el contrario, La cama junto a la ventana (1934) no atesora el crimen, sino que nos presenta a un fantasma que nos lo anticipa. Un más que curioso relato en el cual Benson aprovecha las revolucionarias teorías, en la época, de Einstein para construir su historia de espectros. Y más sobre espectros furiosos, usando terminología princesiana, y vengadores en La silla de ruedas (1934).

Monos (1933) nos presenta a un cirujano acosado por las visiones de, ejem, sí, eso mismo: monos. Curioso relato, no lo podéis negar con esa premisa de partida, que anticipa las denuncias contra los delitos de la vivisección animal. Nuestro amigo el cirujano protagonista, al que se le diagnostica un estrés galopante debido a su obsesión por el trabajo, irá a pasar unas vacaciones y descansar con un amigo que trabaja en unas excavaciones arqueológicas en Egipto. Pero en el interior de una tumba hallarán una momia que muestra en sus huesos restos de una complicada e insólita para la época operación de vértebras de la columna. El robo del artefacto quirúrgico y las dichosas vértebras acarrearán su correspondiente maldición.

Estos últimos son, como ya he comentado, relatos que ofrecen pocas sorpresas en sus tramas, pero están narrados con precisión, atmosféricamente resultan absorbentes y se leen con pasión y terror en los ojos, a diferencia de los primeros, que se leen con el terror anidando en el alma. Como el último del libro, aterrador y de una modernidad sorprendente: El santuario (1934). No es de extrañar que sea el elegido para dar título al volumen. Se trata de un relato sobre sectas satánicas esquinado, macabro, lleno de imágenes impactantes muy utilizadas pero en pocas ocasiones con la efectividad que aquí muestra Benson (por ejemplo las moscas, su proliferación anormal debido a la presencia diabólica). Su gran cultura queda demostrada por su referencia a Joris-Karl Huysmans, cuyo nombre se cita para darnos una pista sobre lo que está aconteciendo mucho antes de que se desate la locura. El gusto por el detalle, por que lo fundamental de la trama nos sea transmitido de la misma forma entrecortada, a pinceladas, que a los protagonistas provocará que la explosión final resulte estremecedora, no por esperada menos terrible. Impresionante forma de cerrar un libro de cuentos de miedo que sobrecoge de verdad.

(Las fechas de los relatos incluidos tanto en este libro como en el siguiente de Benson que comentaré están extraídas de las fichas de los mismos en la imprescindible página de La tercera fundación).

BENSON, E. F. El santuario y otras historias de fantasmas. Traducción de Óscar Palmer. Madrid: Valdemar, 1999. 204 p. Gótica; 31. ISBN 84-7702-270-4.  

lunes, marzo 12, 2012

EAM # 12: La Tierra contra los platillos volantes, de Fred F. Sears (1956)



La Tierra contra los platillos volantes (Earth vs. the Flying Saucers), dirigida en el año 1956 por Fred F. Sears con los maravillosos efectos especiales de Ray Harryhausen, es sin duda LA película de platillos volantes por excelencia. Y es la película que elegí la semana pasada para comentar en el blog de cine El antepenúltimo mohicano. ¡Belleza naif del espacio exterior!

Puedes leer el comentario








miércoles, marzo 07, 2012

Jumbee y otros relatos de terror y vudú (1925-1932), de Henry S. Whitehead


De todos los escritores de habla inglesa que en las primeras décadas del siglo pasado cambiaron el panorama de la literatura fantástica, y más en concreto el de la literatura de terror, instalándola en la actualidad y resultando definitivamente materialista y con más pretensión de veracidad que la de sus antepasados góticos y victorianos, quizá Henry S. Whitehead (1882-1932) sea uno de los de estilo más elegante y al tiempo uno de los más olvidados. Y si no olvidados, sí desde luego uno de los menos recordados. A mi gusto, es un autor a la altura de Arthur Machen o de un Algernon Blackwood inspirado. En la realidad, publicó toda su obra en revistas pulp de la época, sobre todo en Weird Tales, y esta consiste en relatos en su mayoría ambientados en las Islas Vírgenes y con temática vudú. Su falta de ambición, su afán de escribir casi nada más que acerca de su entorno (más bien, del que fue su entorno durante ocho años: la isla de St. Croix en las Islas Vírgenes, donde ejerció de diácono) y de manera especial centrándose en las creencias de los nativos de las islas quizá le hayan cerrado las puertas a una consideración posterior. En cualquier caso nos da igual: nos quedan sus magníficos relatos, de los mejor escritos del género y de los más terroríficos. En el año 1944 Arkham House, la editorial de August Derleth, publicó este libro recopilando sus mejores cuentos.

Whitehead creó un personaje, un claro alter ego, que protagonizó gran parte de sus relatos, 15 de ellos para ser exactos, uno escrito en colaboración con su buen amigo H. P. Lovecraft: Gerald Canevin. Canevin vendría a ser un investigador de lo oculto, solo que sin serlo realmente. No me he vuelto loco, que ahora intento explicarme. No se trata de que Canevin abra su consulta y acepte casos para resolver, no lo hace como profesión, pero es que tampoco como entretenimiento. Si investiga, es por su afán de conocer la verdad y su interés sincero por aprender las costumbres y tradiciones de las islas (las Islas Vírgenes, antes Pequeñas Antillas, llamadas así desde que los Estados Unidos se las compraron a Dinamarca), sin importarle hollar terrenos que por su condición de hombre blanco debería ignorar y considerar supersticiones de negros. Él conoce, analiza e intenta comprender una cultura ajena a la suya pero que respeta en grado máximo. Whitehead es la prueba de que no era condición indispensable del pulp el ser racista, aunque me temo que quizá sea la excepción que confirma la regla.

A Canevin lo suelen acompañar Stephen Penn, su criado, y el doctor Pelletier, un hombre de ciencia que a causa de llevar muchos años ejerciendo en las islas ha visto de todo y cree de manera absoluta en la magia que practican los nativos. Y en sus efectos. Por lo general, Canevin sacia su curiosidad, porque a veces se trata de eso más que de investigaciones tal y como estamos acostumbrados a leer en otras historias, porque se encuentra de frente con un hecho extraño y no puede evitar investigarlo hasta desentrañar la verdad. En otras ocasiones, será una historia que le cuentan y él ejerce solo de comprensivo oyente o bien indaga sobre algún hecho del pasado y del cual apenas quedan vestigios. Alguna vez le piden de manera directa ayuda para resolver algún suceso misterioso, pero serán las menos. Lo que sí tienen en común todas sus aventuras es que resultan apasionantes, fascinantes en la creación de una atmósfera irreal y fantástica, sorprendentes en sus tramas y la mayoría de las veces verdaderamente terroríficas. Nada, que sí, que se me nota que admiro de manera profunda a Whitehead. Para mí, uno de los grandes escritores del género. Pero veamos ahora los cuentos incluidos en este libro uno por uno.

Jumbee (1926) es el que abre y da título al libro. Es un magnífico relato de aparecidos, mujeres lobo y avisos de ultratumba. El estilo elegante de Whitehead convierte una velada tranquila en un porche al anochecer en algo mágico y especial, transmite de manera poderosa el encanto de las Islas Vírgenes, de ese lugar salvaje pero agradable si se comprende. Uno quisiera, como los protagonistas, estar allí sentado narrando hechos espeluznantes e incomprensibles a la caída de la tarde, cuando la noche y la oscuridad se adueñan del mundo. Como es habitual en Whitehead, comprobamos ya desde el principio la aceptación y comprensión de las costumbres y maneras de los nativos desde su condición de igual y nunca con la prepotencia del hombre blanco típica de la época. Y como relato de terror es poderoso, con en verdad estremecedoras apariciones espectrales.

Pero esto de jumbee, ¿qué demonios es? Pues justo casi eso. En El negro Tancredo (1929) se nos explica muy bien: “Un jumbee es, por supuesto, un fantasma de las Pequeñas Antillas. En las islas francesas la palabra es “zombi”. Los jumbees tienen varias características, que no me detendré ahora a enumerar, pero una de ellas es que un jumbee siempre es negro. Aparentemente, los blancos no “caminan” después de muertos. ¡Aunque yo personalmente he conocido a tres caballeros blancos, plantadores, de los que se decía que eran hombres lobo! ¡Entre la población negra de las Pequeñas Antillas echa raíz toda creencia, toda práctica imaginable de lo oculto, (…)! (…) Jumbee es una palabra genérica. Prácticamente, hace referencia a cualquier tipo de fantasma, aparición o espanto.” (pp. 59-60) El negro Tancredo buscará venganza aunque esté muerto y desmembrado. Este relato bien podría considerarse la versión antillana del excelente La mano (1883) de Guy de Maupassant.

Conviene destacar, otra vez, que como hombre religioso de verdad, el diácono Whitehead respeta y conoce a fondo las creencias y costumbres de los negros de las islas. Veremos cómo en su prosa los caballeros no tienen color, y un caballero solo puede ser tal si respeta esto.

Jumbee es uno de los cinco relatos aquí incluidos que no está protagonizado por Canevin. Aclaro desde el principio que aunque no los protagonice, todos salvo uno bien podrían estar narrados por él. Alguno de ellos incluso lo protagonizan personajes o familiares de personajes de otros relatos en los que sí aparece Canevin. Whitehead crea así un entramado fabuloso en el cual según leemos nos vamos adentrando en él, y la sensación de que cada vez sabemos más de las islas se multiplica no solo por conocer sus misterios, sino todas las personas que las habitan y los secretos y aventuras de sus ancestros. Así ocurre con el magnífico relato Dulce hierba (1931), una historia de venganza vudú que no puede ser más sencilla y a la vez estar desarrollada con una fuerza más arrebatadora. El embrujo sexual de la noche en una isla del Caribe, con todo lo típico que esto suene, en manos de Whitehead adquiere un hálito casi fantasmal. Las mujeres son las protagonistas absolutas de esta historia, plenas de poder, de capacidad de decisión, de inteligencia, ante el papel pasivo y algo despistado de los hombres.

Cassius (1931) es una historia tremebunda que la clase de Whitehead lleva adelante con mano maestra. Los toques más gore y desagradables nunca buscan provocar al lector: son necesarios en el desarrollo de la trama, son propios del lugar donde viven los personajes. Esto consigue que sean más fuertes de lo que quizá serían si hubiera habido una intencionalidad de epatar: veríamos el armazón y esto siempre tranquiliza. Whitehead nunca pretende esto, nunca recurre al truco fácil: si nos describe al detalle una rata destrozada, es porque es fundamental cómo ha sido destripada para sembrar inquietud en el relato y darnos pistas acerca de su posible resolución. El horror se une a lo chocante y a lo increíble, pero las maneras de contar del autor lo convierten en posible y eso hace que el espanto aflore con una naturalidad que definiríamos como… ¡sobrenatural!

Las sombras (1927) nos presenta una sensacional progresión de una aparición espectral. También magistral es cómo nos es presentado el ambiente de la isla, con todos los habitantes creyendo en lo imposible pero sin atreverse a hablar abiertamente de ello. Whitehead, hombre de elevada cultura y gran erudición, pero además un conocedor y verdadero degustador del género de terror, nombra aquí a Algernon Blackwood y a William Hope Hodgson (más adelante, en otro relato, el elegido será Arthur Machen). Con total admiración, sin ser consciente de que eran sus iguales.

Uno de los relatos más oscuros y gore del libro es La bestia negra (1931). Entramos de lleno en uno de los ritos más delirantes del vudú, del obeah, del culto a la Serpiente, y Whitehead no se detiene ante nada. Sin jamás buscar el impacto o la sorpresa, consigue ambas cosas midiendo de manera prodigiosa la progresión de su historia, sin dejar de lado la trama que nos está desvelando para derivar en trucos fáciles, valiéndose de la narración en primera persona para mostrarnos sin filtros y sin juzgar el brutal comportamiento de los blancos de la isla, el cual ni se cuestiona, y cómo estos son incapaces de comprender el entorno en el que viven. Si no se conoce al otro, resultará imposible comprenderlo. Menos mal que ahí está Canevin, un héroe que utiliza como armas la comprensión, la inteligencia y el observar lo que le rodea con ojos curiosos y llenos de humanidad.

Bueno, estoy llegando a la mitad del libro y al mismísimo acabose mundial, porque qué me diríais de un relato que mezcla… ¡piratas y vudú! Pues este es: Siete vueltas en la soga del ahorcado (1932). Una mezcla que Whitehead sabe agitar con mano maestra ofreciéndonos un cuento en el que encontraremos a los más salvajes piratas y la historia de venganza vudú más apasionada que podáis imaginar. El amor y el odio incendian las páginas de este relato deslumbrante y magnífico, brutal y hermoso a partes iguales. Y Canevin desenterrando el pasado, observando, comprendiendo. Esta es otra muestra de la grandeza de Whitehead: que convierte al lector en el mismo Canevin y, como a él, lo que vamos descubriendo nos sobrecoge el corazón.

El hombre árbol (1931) es otra perla magnífica. Aquí Whitehead muestra de nuevo su profundo conocimiento y respeto de la cultura y tradiciones de la población negra de las islas, lo cual contrasta brutalmente con la actitud de aquellos que en el relato están representados por Hans Grumbach, un blanco mestizo que quizá debió mostrar respeto donde solo dejó fluir miedo y rechazo al otro. Como ya he afirmado con anterioridad, la capacidad de Whitehead para hacernos ver a través de los ojos de Canevin, que siempre intentan comprender a todos los que le rodean sin resultar infalible ni un santurrón, es un prodigio y un placer.

Muerte de un dios (1931) es una rareza narrada por el doctor Pelletier a Gerald Canevin. ¡Cómo no va a dar crédito Pelletier a las supuestas supersticiones de las islas con las cosas que llega a ver en el ejercicio de su profesión! Como curiosidad, comentan entre sí el libro de William Seabrook La isla mágica (1929), el clásico del vudú que supuso un éxito gigantesco para su autor. Hasta el mismo Canevin reconoce, hablando por Whitehead, que se trata de un libro documentado en el cual se cuentan cosas a las que ni él mismo ha podido tener acceso. Si Whitehead afirma que es un libro de fiar, yo lo creo.

Como ya he dicho antes, lo que define a Canevin es su incansable deseo de saber, su curiosidad incombustible, su necesidad de conocer la verdad. Ningún prejuicio lo detendrá o entorpecerá su camino. Podríamos considerarlo un auténtico detective de lo oculto y lo extraño, pero impulsado por estas razones nacidas de su carácter y no por tratarse de su profesión o afición. En sus investigaciones lo fundamental es esclarecer los hechos, no buscar culpables para entregarlos a la justicia. Por todo esto el caso de La señora Lorriquer (1932) le interesa y le fascina. Y es que el caso de la señora Lorriquer es bien raro: mujer de exquisita educación, se transforma en una arpía desalmada cuando juega a las cartas e insulta susurrando en francés si bien desconoce esa lengua. Más que buscar un efecto aterrador, Whitehead narra lo espectral con un tono documental, nos informa de los hechos. Lo increíble es lo natural y lo fantástico es lo normal en su mundo.

De los cuatro últimos relatos del libro, tres de ellos no están ya protagonizados por Canevin, aunque como adelanté dos de los mismos bien podrían estar narrados por él. Los tambores de la colina (1931) está basado en un hecho real. Tratándose de Whitehead, no vamos a asistir a una de esas historias lacrimógenas y pacatas que bajo este lema nos endosa la televisión, sino ante una historia estremecedora y terrible. En las Islas Vírgenes, lo acabo de decir, lo fantástico es lo real. En La chimenea (1925), el más antiguo de los relatos aquí recogidos, la acción se desarrolla en el sur de los Estados Unidos, en un viejo hotel en Mississippi. Una historia de espectro vengador bien narrado y efectivo en la tradición de los cuentos de fantasmas victorianos, aunque con connotaciones de horror moderno en sus detalles más sanguinolentos y macabros. El único cuento en el cual Canevin no podría aparecer de ninguna de las maneras.

Dejo para el final otras dos obras maestras incluidas aquí. Son muchas ya, pero constato un hecho. ¡No puedo hacer otra cosa! La proyección de Armand Dubois (1926) es un relato escalofriante. Canevin transcribe la terrorífica historia de Madame Minerva du Chaillu: una noche de acoso fantasmal, de acoso jumbee. Narrado con la misma sencillez que se presupone lo hizo la anciana dama a Canevin, el alcance espectral de este relato resulta demoledor. Y Los labios (1929), la historia macabra del barco esclavista Saul Taverner y la maldición que cae sobre su terrible capitán. Un relato cortante, duro, estremecedor, en el cual las cotas de horror alcanzadas resultan impactantes. Una pequeña joya de horror infernal, grotesque (que se dice), espeso como sangre manando de una herida infectada. ¿La Nueva Carne? ¿Cronenberg? ¿Clive Barker? Pastitas para el té en las manos del genial Henry S. Whitehead.

WHITEHEAD, Henry S. Jumbee y otros relatos de terror y vudú. Traducción de Óscar Palmer Yáñez. Madrid: Valdemar, 2001. 317 p. Gótica; 41. ISBN 84-7702-369-7.  

jueves, marzo 01, 2012

EAM # 11: Soledad, de Paul Fejos (1928)



Esta semana le toca el turno, en mis comentarios para la página de cine El antepenúltimo mohicano del amigo Emilio Luna, a una película prodigiosa y emocionante: Soledad (Lonesome, 1928), del cineasta y científico húngaro Paul Fejos.

Puedes leer el comentario


La vanguardia europea más experimental se da la mano con el cine de puro entretenimiento de Hollywood y el resultado es una de las películas más hermosas y visualmente fascinantes de la historia del cine. Y, aunque las fotografías os hagan pensar lo contrario, muy divertida y trepidante. Vaaaaaale, sí, también se llora. ¡Lo tiene todo!