jueves, diciembre 10, 2009

Hablando de la muerte con el matrimonio Lockridge

Un tanto a la manera de Nick y Nora Charles, el matrimonio protagonista de El hombre delgado inmortalizados por Dashiell Hammett, y representados de forma magistral por William Powell y Myrna Loy para el cine, el matrimonio Lockridge, Frances (1896-1963) y Richard (1898-1982), dio vida a su pareja de detectives particular: Mr. Y Mrs. North, Pam y Gerald (Jerry) para los amigos, también para los lectores. Si los primeros contaban como comparsa con la simpática presencia del perro Asta, los segundos no son menos y gozan de la compañía de, nada más y nada menos, tres gatos: Martini, Ginebra y Jerez. Todo un acierto los nombres, hay que reconocerlo. Lástima que no pasen de ser un mero adorno, pues la verdad es que si no aparecieran nada se notaría, al menos en las dos novelas que he leído protagonizadas por sus amos y que son las que aquí voy a comentar.

La muerte cita al bufón (1953) ha sido mi toma de contacto con ellos, y debo decir que el encuentro ha resultado un tanto gélido. El matrimonio North es de un soso que tira de espaldas. El pobre Jerry, de hecho, no pasa de ser un mero monigote que parece estar ahí para que la metomentodo de Pam no aparezca como una solterona aburrida. Tal y como está, no deja de ser una casada aburrida, vale, que es lo mismo, pero es que los buenos de los Lockridge, pese a algún apunte entretenido que nos los muestra en la intimidad, son incapaces de darles la más mínima apariencia de vida más allá de servir de resorte para iniciar la trama de misterio y hacerla avanzar como pueden. El protagonismo real pasa así a los que se supone son los comparsas habituales de la función, el Capitán de la policía William (Bill) Weigand y su ayudante el Sargento Aloysius Mullins. Según Pam, policías de los que no dan palizas. Ya lo dije: algún apunte gracioso no deja de tener la novela.

Con la pareja de policías la cosa discurre con más interés, aunque tampoco son personajes bien dibujados. Todos mantienen un perfil casi inexistente, dejando a la trama toda la posible fuerza de la historia, y en este caso ni la trama interesa demasiado. Porque es que ni los malos, ni los sospechosos ni los que por casualidad asoman por allí terminan de tener interés ni, lo dicho, personalidad. El bufón del título no deja de resultar un tipo curioso, pero por lo que hace. Uno no llega a conocerlo de verdad, a saber qué demonios pasa realmente por su histriónica cabeza. Ni por la suya ni por la del resto de los personajes. O eso, o es que por sus cabezas pasan muy pocas cosas. En fin, un espectáculo de marionetas pero sin su gracia.

Sí debemos reconocer el oficio a los Lockridge, que a pesar de no levantar el vuelo en casi ningún momento, tampoco dejan que la historia se nos muera en las manos, y eso que hasta yo adivino el pastel antes del final, con lo obtuso que soy para estos misterios: me lo creo todo, así que se me engaña a poco que uno se lo proponga.

Lo más chocante no es que la acción se desarrolle en un limitado espacio de tiempo, sino que los Lockridge dedican cada capítulo a un número determinado de horas, siendo lo mejor los títulos o epígrafes con que dan comienzo cada uno de ellos: “Miércoles, 1 de abril, de las 8.45 a las 11.46 de la noche” o “Jueves, de las 3.55 a las 5.15 de la tarde”. Y hay que reconocerles que saben encajar perfectamente a sus personajes en las horas establecidas sin que uno piense nunca en cuándo duermen, descansan o comen, defecto habitual cuando se plantean tramas que utilizan este recurso.

Así, pese a haberme resultado algo fría su lectura, reconozco que se llega al final sin demasiado sufrimiento. Se lee tan rápido como se olvida, lo cual borra lo malo y logra que el sentimiento de haber estado entretenido un par de horas persista sobre lo negativo.

Por eso me lancé a leer la siguiente novela de la extensa serie del matrimonio North: La muerte habla en voz baja, publicada originalmente el mismo año de 1953.

Y me alegro de haber sido un cabezota y no haberme rendido a la primera, porque en esta ocasión la trama que presentan Frances y Richard Lockridge es mucho más interesante. La pobre Pam lo pasa fatal y no pinta mal como heroína de acción, el bueno de Jerry, pese a seguir siendo poco menos que un espantapájaros, al menos se conmueve algo, y los policías Weigand y Mullins dan el color necesario. También porque el grupo de sospechosos habitual, sin ser nada excepcional, sí que tienen un poquito más de interés: un puñado de poetas, escritores y artistas de lo más repelente. Bueno, no sé si es así exactamente como querían pintarlos los autores, pero no parecen otra cosa. Cenas en el Algonquin, reuniones literarias, humos de artista, aires de poeta… En fin, cosas todas que resultan muy divertidas cuando en el fondo todos ellos tienen la mente al nivel del basural más miserable. Y aunque la profundidad psicológica brilla por su ausencia, cuando aun nos conformaríamos con que ni fuera profunda, al mostrarnos una trama con más emoción y desde luego muy bien medida en su desarrollo (aquí, los capítulos con el día y las horas resultan indicativos angustiosos pues realmente asemejan una cuenta atrás camino a la muerte), esta novela de los Lockridge nos lleva a tenerlos en mejor consideración.

No es que uno vaya a comprarles una tarta y festejarlo, pero al menos no queda el deseo de estampársela en la cara.

LOCKRIDGE, Frances y Richard. La muerte cita al bufón. Traducción de Anna Muria. México, D. F.: Editorial Cumbre, 1956. 150 p. Laberinto.

LOCKRIDGE, Frances y Richard. La muerte habla en voz baja. Traducción de Luisa Mª Álvarez. México, D. F.: Editorial Cumbre, 1955. 181 p. Laberinto.