martes, noviembre 21, 2006

La Trilogía del Abismo (1907-1909), de William Hope Hodgson

  
William Hope Hodgson (1877-1918) es uno de los mejores escritores de terror de todos los tiempos. Acabo de terminar (a fecha de hoy, esto resulta ya de una falsedad escandalosa) su Trilogía del Abismo, compuesta por sus tres primeras novelas. Después sólo escribiría una más, The Night Land (1912), pues Hodgson murió en la Primera Guerra Mundial (parece ser que una mina literalmente lo pulverizó). Nunca sabremos qué obras maestras pudo habernos legado además de las que ya conocemos, pero marea pensar cómo podría haber continuado su obra si con 41 años ya había escrito esto. Esta Trilogía está formada por Los botes del Glen Carrig, La casa en el confín de la Tierra y Los piratas fantasmas. La primera, una novela excelente. La segunda, una novela única, un hito formidable al que solo le he encontrado, en todos mis años como lector, una obra semejante (ya comentaré luego). Y la tercera, sin duda la mejor historia de terror en el mar que he leído nunca.

En realidad la Trilogía, como nos dice su autor, puede ser considerada como tal más por la forma, una manera de entender el terror, que por tener un hilo argumental que las una (este hilo no existe). Lo que sí podemos comprobar es que bajo las tres novelas subyacen muchos puntos en común: la existencia de un plano paralelo desde el cual surgen las criaturas y los horrores que acosarán a los protagonistas, la presencia de un pozo infernal que sirve de puente o comunicación de dichas criaturas (en las dos primeras novelas), la soledad infernal, el aislamiento terrible, los mares y las llanuras abatidas por la desolación... Y el acoso continuo del horror. Porque si hay algo que convierte a Hodgson en el autor único y genial que es, se debe sobre todo a que nadie como él ha sabido mostrar en sus páginas la angustia de sentirse acosado por el más puro terror.


Los botes del "Glen Carrig" (The Boats of ‘Glen Carrig’, 1907) es casi un epítome de todos los temas, argumentos y situaciones típicos de Hodgson. Una isla perdida que es la "tierra de la soledad", un baldío amenazante propio de figurar en los mapas del mismo infierno. Un barco abandonado cuya tripulación ha sido devorada por la extraña flora de una isla. Una tormenta terrible que nada tiene que envidiar a las descritas por Poe o Conrad: esas olas de pesadilla, el vértigo de la tempestad mostrada en toda su furia. Mares pútridos infestados de algas, barcos encallados en esas aguas malditas, buques atrapados en el abrazo mortal de un pulpo gigante, navíos devastados por el ataque enloquecido de cangrejos descomunales, pecios perdidos resultado del ataque de seres demoníacos procedentes de las profundidades del mar... ¡Demonios! Si hasta aparece una isla con hongos gigantes. Para aquellos que conozcáis sus relatos, nada nuevo: lo dicho, Hodgson aquí crea referencias estremecedoras con historias ya narradas en sus relatos, como si todo lo que saliera de su pluma formara un tamiz REAL.

Lo genial, asombroso y admirable en WHH es que en todo momento nos mantiene en tensión, la sensación de peligro inminente nunca desaparece. Incluso en los momentos más relajados, más tranquilos, lo ominoso siempre está presente, como si una sombra de fatalidad y horror cubriera de continuo a los personajes, sus actos, sus vidas, ahogándolos. El paso más inocente está cargado de peligro. No hay descanso en sus novelas para el aterrado lector. Y como siempre, Hodgson resulta magistral cuando se trata de narrar la sensación de acoso, de trasmitir la angustia infinita provocada por el ataque de bestias inmundas.

Angustiosa, emocionante y de catártico final, esta novela es sin duda la más aventurera de las tres, la más luminosa (si tal adjetivo se pudo aplicar alguna vez a Hodgson). Respiramos aliviados y felices en su desenlace, pero hemos saboreado con intensidad el peligro, nos ha contagiado el horror de manera en verdad sobrenatural.




La casa en el confín de la Tierra (The House on the Borderland, 1908) es una obra inconmensurable, la gran obra maestra de su autor. Mi pasión por esta novela va más allá de las consideraciones de si es buena o mala. Porque desde luego no está bien estructurada, con esos largos prólogo y epílogo (los tipos que encuentran el manuscrito); y tampoco voy a escribir que Hodgson es un esteta a lo Proust o Henry James. Pero no olvidemos que el estilo arcaizante de Hodgson se pierde de manera casi total en la traducción (aunque igual tampoco ganaba nada con ello...). Novela excesiva, en cualquier caso, y quizá por eso provoca reacciones poco moderadas en los lectores. O no se aguanta o se admira hasta el infinito. ¡Es el Valis de la literatura de terror!

Dije al principio de esta entrada que solo había leído una obra que se pudiera equiparar a esta. Me refería a Al otro lado de la montaña (La montagne morte de la vie, 1963) de Michel Bernanos. La obra de Bernanos es más críptica, más difícil, pero en el fondo sigue la senda de la de Hodgson, más diáfana a la hora de mostrar sus significados y su simbología. Pero no por ello menor. Porque el objetivo de Hodgson es llevarnos a un alucinante viaje hacia el fin del universo, un viaje en el cual se siente uno arrebatado por la fuerza inigualable de su poesía visionaria. Vale que Hodgson cuando se pone romántico a escribir sobre su Amada, así, con mayúscula... ¡Ay! Pierde un poquillo el pie. Pero pocas veces en la historia de la literatura se encontrarán escenarios de locura como los descritos en esta novela. Las almas de los condenados, las de los salvados, el mismo DIOS se pasean por su enloquecida prosa. ¿El final de 2001 de Kubrick y Clarke? Los muy pillines seguro que conocían esta novela. Porque ese niño-estrella contemplando el universo... En fin, creo que estoy desvelando demasiado ya.

Leyéndola, no se puede evitar sentir la soledad infinita, la mareante fuerza de su poesía delirante (se describen cosas en este libro como pocas veces he encontrado en otros... bueno, un poquillo cuando Lovecraft y los suyos, siguiendo la estela de Hodgson, también intentaron retratar el HORROR CÓSMICO), visionaria como he dicho, de una vastedad inabarcable. Hay momentos, como siempre en Hodgson, en el que los sentimientos de desolación y desesperanza resultan dolorosos. Pero también hay mucha belleza en esta obra.

Cuando leí esta novela de Hodgson por primera vez yo ya había leído a muchos de los grandes del terror: Blackwood, M. R. James, Hoffmann, Poe, Lovecraft, Dunsany... En fin, a casi todos ellos. Por entonces era un lector asquerosamente elitista. Sí, de esos que defenestraban a Stephen King... ¡¡¡sin haberlo leído!!! Fue mi devoción por la película de Kubrick “El resplandor” lo que me animó a leerlo... Y a llevarme alguna más que agradable sorpresa (y también algunas horas de lectura aburrida, pero con King creo que hasta su más ferviente seguidor reconocerá esto). En fin, yo ya tenía mi lista de escritores a los que localizar gracias al ensayo de Lovecraft El horror en la literatura (Supernatural Horror in Literature, 1927), que si bien no es un prodigio de análisis, sí es desde luego sensacional en su estructuración temática y, para un lector joven como yo era entonces, una perfecta guía de lectura.

Leí La casa en el confín de la Tierra en una tarde y quedé impactado. Superado por lo que había leído, con la cabeza literalmente ida (más ida de lo normal, digo) y totalmente fascinado por sus prodigiosas imágenes. Desde entonces siempre ha sido una de mis novelas favoritas. Creo que ocurrió lo que otros comentan que sucede con la poesía: se conecta con ella a un nivel que es difícil transmitir; si fuera un niño pedante, orgulloso y engreído como yo era, afirmaría que se conecta con ella a un nivel espiritual más que estético. Pero también esto último, porque la estética no deja de ser un argumento del espíritu.



Los piratas fantasmas (The Ghost Pirates, 1909). En esta novela de Hodgson, como ya apunté, tenemos quizá, a mi gusto, algunas de las mejores páginas de nuestro autor, pero también, hay que decirlo, algunas de las peores...

En los mejores momentos, resulta estremecedora al máximo, verdaderamente terrorífica y angustiosa. En cuanto a horror espectral se refiere, presenta dos momentos cumbres, insuperables, de verdadera antología: la primera aparición fantasmal (esa sombra que se alza sobre el pretil del barco maldito en plena noche y permanece estática, desafiante en la cubierta, para luego desaparecer lanzándose al mar) y el ataque en la parte superior de la arboladura, que presenta su momento álgido con los oficiales distribuyendo a los hombres con bengalas y faroles en los mástiles en la búsqueda del desaparecido Stubbins y lo que sucede a continuación. Todo el horror que se inicia con el inolvidable aullido de Stubbins: "¡Por el amor de Dios, bajad todos a cubierta!" Tras leer esto, si no sentís deseos de echar a correr como posesos, abandonad todo intento de buscar estremeceros de puro miedo con la literatura.

El ataque en la arboladura es sencillamente mareante de puro terror, casi insoportable la sensación de acoso que sufren los marineros por algo que nadie puede ver. Hodgson resulta maniático en la detallada descripción de en qué parte de los mástiles se encuentra cada hombre, y es imprescindible la consulta continuada de los términos en un diccionario (no el que se incluye en la edición de Valdemar Gótica, malo y poco útil a rabiar), pero el esfuerzo merece la pena, pues el saber exactamente dónde se halla cada hombre contribuye infinito a la creación de la angustia.

Es curioso que justo el capítulo siguiente sea el peor del libro y, sí, constituye el peor puñado de páginas que he leído de Hodgson. Quizá buscando un poco de paz, un remanso para el sufrido lector, Hodgson se detiene en un capítulo explicativo totalmente inane. No solo porque nos importa un pepino de dónde vienen los fantasmas (y eso que da una teoría casi de ciencia ficción más que de terror, luego copiada hasta la saciedad, muy interesante), sino porque los personajes no tienen mucha vida que digamos y no resultan lo interesantes que debieran ser si el autor se pone más psicológico. Solo funciona algo mejor como personaje uno de los oficiales, el que toma la iniciativa ante el comprensible temor paralizante que sufre el capitán: cuando ordena a los hombres que suban a la arboladura en plena noche, con los que ya están arriba recién... (mejor leedlo, pero algo bestia les ha pasado) y el capitán se hace cacotas en los pantalones, su arenga es tan genial, tan contagiosa, que hasta yo mismo hubiera subido a los putos mástiles. Bueno, o no, pero hubiera hecho el amago. Este capítulo, para terminar con él, resulta a su vez extremadamente repetitivo. Ahora hasta me está dando pena y me entran ganas de defenderlo...

También fallan los dos anticlimáticos y pobres finales. El original, que Hodgson separó de la novela y publicó como relato, y el que escribió posteriormente (esto se cuenta muy bien en el prólogo de José María Nebreda).

Pero pese a esto, y aunque a estas alturas con lo que he dicho en contra nadie me crea (algo debería haber escrito de la impresionante primera vez que ven uno de los barcos fantasmas bajo las aguas: auténtico vértigo), afirmo que es una de las más apasionantes novelas de terror y aventuras que he leído. Y si estuviera escrita en toda su extensión con la misma calidad, sería una novela clave de la historia de la literatura. Vale, solo de la de terror si queréis, pero clave.



HODGSON, William Hope. Trilogía del Abismo: Los botes del "Glen Carrig"; La casa en el confín de la Tierra; Los piratas fantasmas. Prólogo de José María Nebreda; traducción de José María Nebreda y Francisco Torres Oliver. Madrid: Valdemar, 2005. 537 p. Gótica; 58. ISBN 84-7702-508-8.

domingo, agosto 20, 2006

Al otro lado de la montaña (1963), de Michel Bernanos


(Hace tiempo comenté este sobrecogedor relato en un foro de literatura. Esto fue lo que escribí. Me resulta gracioso ahora cómo, tras párrafos y párrafos tratando de dilucidar su misterio, en las dos últimas líneas me fijo en lo obvio y creo dar con la solución.)


Voy a explicar qué sensaciones me produjo este relato y tratar de desentrañarlo un poco, pero aviso que no sé qué diablos es la dichosa isla en la que se alza esta extraña montaña. Y quizá dé igual, pero me decanto por...

Iré mejor por partes. Ni que decir tiene que se aproximan SPOILERS a mansalva.

A modo de brevísimo resumen, comenzaré indicando que Al otro lado de la montaña (La montagne morte de la vie, 1963) narra las aventuras de un joven que se enrola en un barco. Allí sufrirá la dura vida del marino en un navío gobernado por un capitán despiadado y brutal. Tras diversos acontecimientos, nuestro héroe irá a parar a una isla extrañísima en la que se eleva una montaña incomprensible. Como relato de aventuras (siniestras, pero aventuras), me parece sensacional. Toda la primera parte (que no coincide con la separación que hace Bernanos, sino que llega hasta el capítulo 5), dedicada a narrar el día a día cotidiano a bordo del barco, no digo nada nuevo si pensé en Poe y en sus relatos Narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket, 1838) y Un descenso al Maelström (A Descent into the Maelström, 1841), o bien en Conrad con sus Tifón (Typhoon, 1902) y El negro del Narcissus (The Nigger of the “Narcissus”, 1897): se exponen situaciones de pesadilla en el mar semejantes a las de Bernanos. Así mismo la violencia de la vida marinera también es algo cercano a Conrad, salvo que en este la violencia no es tan directa, pero no por ello menos sórdida y dura (una isla simbólica y que se torna infernal, pero lejos de los parámetros de la literatura fantástica, la tenemos en Victoria (Victory, 1915) de Conrad: un horror más existencial, otro lugar del cual escapar de la maldad, en este caso humana, es imposible). De estos inicios del relato de Bernanos me quedo con el impactante momento de angustia indecible en el que el protagonista abre los ojos al ser pasado bajo la quilla sufriendo un castigo, o cuando después de la masacre caníbal y el caos de la tripulación caen las primeras gotas de lluvia y el protagonista le pregunta a Toine, otro marinero, quién gobernará el navío: "El miedo", responde. Estremecedor.


El relato está concebido como una historia de iniciación, de aprendizaje. Nos identificamos con el joven narrador: para nosotros también todo es sorprendente, horrible, nunca visto. Cada nuevo suceso deja una impronta imborrable, más fuerte, porque no se está cincelando en la memoria de un adulto experimentado (como sería el caso de Toine: toda la historia cambiaría si él fuera quien nos la contara; pero sobre esto volveré más adelante), sino en la de un joven inexperto que ahora es nuestros ojos en esta historia. El punto de vista elegido impregna de una tremenda fuerza a la narración. Esos hechos se graban en nuestra mente como si hubieran acontecido por primera vez, no importan las ocasiones en que hayamos leído algo parecido, que en nuestras lecturas nos hayamos enfrentado a situaciones de horror y crueldad semejantes: todo es nuevo, virgen, porque vírgenes al horror son los ojos del narrador, los nuestros, como dije, ahora.

Quería decir esto porque me parece importante la potencia de Bernanos como narrador, lo cual hace que, haya simbolismo oculto o no, no impide esto disfrutar del relato como una "simple" aventura, un viaje al corazón del horror mismo sin darle más vueltas. No me invadió la impotencia como lector que me invadió leyendo la saga del Sol Largo de Gene Wolfe, quiero decir, por poner un ejemplo. Pero como el relato creo que admite ambas lecturas, una sencilla (que no peor o menos profunda, ojo) y otra simbólica, voy a intentar ahora la segunda, aunque aviso que yo tampoco lo tengo nada claro. Me faltan referentes, no conozco nada de la obra de Bernanos, y de los posibles símbolos utilizados, si son tales, identifico pocos, y más por lo que me da por creer qué es esa isla que porque sea así en verdad. Me temo que lo que "identifico" es más para dar consistencia a lo que creo que es una posible explicación que por tratarse verdaderamente de claves que ayuden a desvelar su secreto.


Le pregunté a una amiga, traductora de francés, sobre el título original del relato: La Montagne morte de la vie. Me contestó que la construcción de esa frase no es habitual en francés. Me lo explicó pero confieso que no recuerdo bien qué me dijo de estructuras francesas y demás. El título se podría entender de estas dos formas:

1- La montaña ha muerto por culpa de la misma vida.

2- La montaña de vida que ahora está carente de ella, está muerta.

Me comentó también que, además de Michel Talbert, Bernanos utilizó como seudónimo el nombre de Michel Drowin.

Y ahora sigo con el relato. Insisto en que me gustaría que esto se entendiera más como una manera de compartir lo que sentí y pensé leyendo el cuento que como un intento serio y coherente de descifrarlo.

Atados al mástil, Toine y el narrador sobreviven solo para aparecer en, literalmente, otro mundo. Otro sol (un sol rojo, herido), otras estrellas (un firmamento desconocido), otras criaturas, extrañas y ajenas (esas "medusas" marinas), habitando los mares. El agua del mar es dulce, el sol abrasador. Tanto en una lectura simbólica como literal, está más que claro que ya no se encuentran en la tierra tal y como la conocemos. ¿Una anomalía? Creo que no, pues hablan claramente de tránsito hacia otro mundo: "En ese preciso momento sentí como si estuviera pasando a otro mundo, a otra vida. Aquella rara sensación de tránsito (...)" En un primer momento pensé que habían muerto, que habían entrado en el reino de la muerte. Pero Toine lo define como "un mundo patas arriba": ¿no es así como en el medievo definían el infierno? Es importante que cuando Toine se pone a rezar, el narrador muestre sorpresa porque nunca le ha visto hacerlo y confiese que él no cree: son dos almas que, por impías, merecen el infierno. En la tradición cristiana no solo los malos actos te llevan allí.

Y llegamos a la sensacional descripción de esa playa desolada y las montañas ciclópeas.

Las figuras sufrientes, las estatuas que encuentran en la isla: "... la obra de aquel escultor, tan hábil como Dios mismo, pero carente de Su gracia, de Su piedad y de Su armonía": ¿es este "escultor" el Diablo, una deidad maléfica? Porque este infierno (tanto en su sentido literal como en su sentido metafórico y simbólico, no deja de ser un lugar infernal) no tiene por qué corresponder a un infierno cristiano (la enorme serpiente devoradora nórdica bien podría ser una referencia: las enredaderas y flores carnívoras; o el polvo que comen los egipcios condenados, esa extraña arena de la isla —estas ideas fueron apuntadas por fonz, un antiguo compañero de foros que también comentaba este relato—). Otra idea muy sugerente, fascinante y genial: la arena, al contacto con el agua, se torna sangre. Da igual que haya referencias o no: este lugar que describe Bernanos es un puro infierno. Esta imagen es terrible, angustiosa.


Unas palabras ahora sobre la aldea, los restos de fogatas y los utensilios que allí hallan nuestros dos protagonistas. De nuevo el punto de vista: a pesar de que sabemos lo que piensa Toine a través del narrador, está claro que perdemos mucha información debido a que quien nos cuenta la historia es el bisoño joven: un golpe maestro de Bernanos pues con esto el misterio está asegurado. Toine le llega a decir al joven que cómo se va a sorprender DE VERDAD, a parecerle extraño lo que les está sucediendo si es la primera vez que viaja: solo puede comparar con lo poco que conoce, por lo que las referencias a lo que podemos saber se reducen al mínimo. Lo extraño se une indefectiblemente con la incapacidad de comprender de una mente inexperta, agotada y hambrienta por demás. ¿Qué será lo que pasa por la mente, y esto es más inquietante aún, sorprendida y confusa de Toine? Porque por mucho que hable con su joven compañero, está claro que no le cuenta todas sus impresiones. Por ejemplo: si bien los objetos encontrados le resultan desconocidos, quizá sí que le pueden recordar a algo, pero no llegaremos a saberlo. Para el misterio del relato, mejor así.

En el entorno hostil, solo queda el valor y no desfallecer. "(...) nos encontramos en las puertas del infierno", dirá Toine. Solo la amistad inquebrantable entre estos dos hombres les dará fuerzas para continuar. Porque esperanzas ya no hay.

El agónico camino hacia la montaña se convierte así en una ordalía. Pero una ordalía inútil, lo cual hace que el terrible final sea aún más desesperado y nos llene de una insoportable sensación de vacío: nada de lo que hagamos nos salvará de la condenación eterna. La infinita tristeza, la futilidad de todo esfuerzo humano (qué propio de Dino Buzzati nos resulta esto). Solo quedan las lágrimas como recuerdo de lo perdido, de lo que se ha dejado atrás. Ahora solo resta la soledad eterna rodeado de otros miles como él. La suprema ironía: la montaña con las estatuas.

Para mí es el mismo infierno, pero bien cierto un infierno que, pudiendo tomar cosas de diversas tradiciones culturales (o no), en cualquier caso es un infierno magistral y terrible creado por Bernanos. Al otro lado de la montaña hay el mismo dolor, el mismo horror que en este lado. Tantos sufrimientos para llegar a la nada: es un relato que sume en una infinita tristeza.

Tal vez no ayude nada de lo que he escrito a entenderlo, pero quizá se trate de eso mismo, de que no lo podemos abarcar: de ahí su profundo misterio, su extraña magia.

En la tradición cristiana el infierno muestra un sol rojo y un mar teñido de sangre.

Pero los versos de Baudelaire con los que Bernanos da comienzo al relato rezan:

"Pues en verdad, Señor, esta es la mejor prueba
que podemos darte de nuestra dignidad...
Esta marea de lágrimas que fluye sin descanso
hasta expirar en los acantilados de Tu eternidad."

No sé, tal vez, y solo tal vez... ¿Es la isla un dios (¡o el mismo Dios!) muerto, o moribundo, en cuyas laderas van los hombres a expirar? Porque al protagonista, ya en la ladera, ya una figura de piedra, aún le quedan lágrimas. Y la respiración que conmueve la isla, las plantas adorándolo, el ojo...

¡Eso es! No es el infierno... ¡LA ISLA ES DIOS!

DIOS: la montaña de vida que ahora carece de ella: la montagne morte de la vie: la montaña muerta de la vida.

Esto, o bien que Dios no es sino otro infierno.



(Podéis encontrar este relato traducido al español por José María Nebreda en el magnífico libro Mares tenebrosos, número 53 de la colección Gótica de la editorial Valdemar, o bien en su colección El Club Diógenes, número 297.)


miércoles, junio 28, 2006

Viaje al centro de la Tierra (1864), de Jules Verne


  
En el año de 1864 se publicó el segundo de los Viajes extraordinarios, el proyecto mastodóntico de Jules Verne de crear una enciclopedia del saber universal en forma de novelas de aventuras, bajo la égida del editor Hetzel. Este segundo viaje fue Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre), al que había antecedido en un año Cinco semanas en globo (Cinq semaines en ballon), cuyo éxito fulgurante permitió a Verne dedicarse de lleno a su obra, un sueño que llevaba gestándose muchos años ya en su imaginación.

Viaje al centro de la Tierra es una de mis novelas favoritas de Verne, y si me dejo arrebatar por la pasión, no pararé de decir que la mejor de las suyas que he leído y una de mis predilectas en lo que al género de aventuras se refiere. Aunque no solo de este género, pues Viaje al centro de la Tierra también es una fabulosa novela fantástica. En cualquier caso, intentaré no desbordarme y detallar, en la medida de mis posibilidades, por qué esta novela provoca en mí y en otros lectores este sentimiento romántico tan poco científico, tan poco verniano. Al menos en apariencia.

Ya desde el inicio de esta obra Verne da muestras de su genialidad literaria: el magnífico retrato de Otto Lidenbrock, el inolvidable científico despistado, colérico, impaciente, con problemas de pronunciación, por completo ajeno al mundo que le rodea y solo pendiente de rocas y minerales, estudio en el cual cuando se halla enfrascado resulta el más desagradable y despótico de los hombres. Es un retrato que podría parecer antipático, pero Verne pone la descripción, todo el peso del punto de vista de la novela, en manos del joven Axel, sobrino de Lidenbrock, que impregna de simpatía y buen humor todo lo que nos cuenta. Sentimos así que, a pesar de sus múltiples defectos, se puede querer a semejante personaje: nos contagia su cariño. Los primeros capítulos resultan modélicos al respecto. Entramos de lleno en la cotidianidad de nuestros protagonistas justo el día en que ese quehacer cotidiano y metódico resulta pulverizado por un hallazgo que devendrá el detonante de la aventura, del viaje posterior.


Que el punto de vista adoptado por Verne para narrarnos el devenir de la historia sea el de Axel es otra muestra de genialidad. Porque Axel es el propio lector de Verne, ávido de conocimiento y, si bien reacio al principio, más adelante se nos mostrará anhelante de aventuras, de descubrimientos: esto es, el lector frente a la obra de Verne. Pero también es el lector ese Axel comodón y desconfiado que de continuo cuestiona la delirante aventura. Sus dudas y los razonamientos usados contra su tío son utilizados por Verne para rebatir y convencer al lector menos predispuesto a creer lo que se nos narra. La fe en el buen resultado de la expedición que al final invadirá a Axel es también de esta forma la del lector reticente, el cual ganado por la pasión ya no pondrá en duda, por ejemplo, que en el cono de un volcán en ignición la temperatura máxima sea de 70º centígrados. Axel es la mezcla paradójica del distanciamiento y el entusiasmo.

El tercer aventurero es Hans, el guía islandés. El compañero perfecto, el que nunca cuestiona las decisiones de Lidenbrock porque siempre confía en su inteligencia, que nunca se arredra ante el peligro. Pero no es un mero adorno, un simple recurso, el hombre de acción que está ahí para que todo se solucione: él representa la inteligencia práctica y resolutiva, esa que consigue que los sueños se pongan en pie, se tornen realidad.

En lo que respecta a los personajes y a lo que estos representan y al estilo de Verne, recomiendo vivamente el Apéndice de Eduardo del Tío incluido en la edición de Anaya, colección Tus Libros. En estos dos aspectos debe ser considerado modélico.

La aventura nace del criptograma del islandés Arne Saknussemm, “un sabio del siglo XVI”, “un célebre alquimista”, escrito sobre un pliego de papel oculto en un libro, un ejemplar manuscrito del Heins-Kringla de Snorre Turlesson, “la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia”. Que todo parta del encuentro y resolución de un criptograma, o que uno de estos aparezca en algún momento de la trama, no es algo inhabitual en Verne. Admiraba El escarabajo de oro (The Gold Bug, 1843) de Edgar Allan Poe y, como a su maestro, le gustaba recurrir a este artificio casi mágico para dar más emoción y misterio a sus aventuras. Así se van desvelando los secretos de la misma.


Pero Verne amaba también el resto de la obra de Poe. El mismo año de la publicación de Viaje al centro de la Tierra, 1864, Verne daba a la imprenta Edgar Poe y sus obras (Edgar Poe et ses oeuvres). Hay más rastros de esta pasión confesa en Viaje al centro de la Tierra. Así, las “lecciones de abismo” que el profesor Lidenbrock le hace tomar a su sobrino, o cuando este se inclina sobre la chimenea central del volcán Sneffels, el camino que han de seguir en su viaje, y piensa: “La sensación del vacío se apoderó de todo mi ser. Sentí que me abandonaba al centro de gravedad y que el vértigo me subía a la cabeza como la embriaguez. Nada hay más embriagador que la atracción del abismo.” Como bien nos ha enseñado Poe en su relato El demonio de la perversidad (The Imp of the Perverse, 1845): “Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, (...). Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es solo un pensamiento, aunque terrible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.” Ahora se comprende mejor por qué Alicia cayó por la madriguera del conejo (aunque bien mirado, aquí estamos quizá ante un caso de inconsciencia fruto del aburrimiento de una tarde estival y la curiosidad nacida de ver a un conejo mirando su reloj y corriendo porque llega tarde a alguna parte...). Pero bueno, a lo que íbamos: la atracción del abismo. Normal, ¿no? Yo la siento varias veces al día. Casi tanto como la atracción que en mí provoca el divagar...

Seguimos con Poe. Cuando Axel se pierde en las entrañas del planeta, atrapado en la más terrible oscuridad: “No puedo describir mi desesperación. No hay palabra en ninguna lengua humana que pueda restituir mis sentimientos. Estaba enterrado vivo, sin otra perspectiva que la de morir entre los tormentos del hambre y la sed.” No, no es un fragmento de El entierro prematuro de Poe. Es, sí, Viaje al centro de la Tierra, de Jules Verne.


La soledad e inmensidad de los caminos subterráneos, las vueltas, las rutas que llevan a pasos cerrados, el desánimo que aflora a cada paso, y que a cada paso es vencido, es narrado por Verne con morosidad (en el tramo final de la novela el estilo de Verne cambia, la trepidación de la aventura, la velocidad toma forma en frases cortas y rápidas que parecen precipitarnos al mismo ritmo que a nuestros protagonistas), transmitiendo así las sensaciones de esfuerzo y lucha de los héroes, de los espacios vastos y desconocidos que deben recorrer. La impresión de hollar lugares nunca visitados por el hombre está conseguida a la perfección: la aventura en estado puro. El sentido de la maravilla no puede resultar más intenso.

Verne hace poesía de las listas de materiales que precisan nuestros aventureros para el viaje. Hace poesía de los nombres de rocas y minerales. Poesía abisal, poesía de lo profundo, poesía de lo que se antoja desconocido, pero también de lo cotidiano. Y todo regado con un fantástico sentido del humor: no hay página en la que el lector no esboce una sonrisa. Hasta en los momentos de mayor peligro. Es fácil entender que los viajeros no se desanimen, no desfallezcan, porque esa fuerza que los mueve Verne la transmite al lector con perfecto detalle, dedicación y cuidado. Los momentos de flaqueza son barridos por el incontenible deseo de conocer la verdad: el objetivo fundamental de la ciencia. Y de la poesía. Poesía que llega a lo metafísico, pues parece no haber límites para Verne, en el magnífico momento en que Axel sufre una prodigiosa alucinación mientras navegan por el mar interior, bautizado Lidenbrock, en el cual el joven se retrotrae al origen mismo de la Tierra e incluso más allá...


El carácter “iniciático” que muchos han visto en esta obra de Verne responde a su equiparación con diversos autores clásicos, a “veladas” alusiones a la masonería y a la propia estructura y concepción de la novela, el viaje de aprendizaje de Axel. Carácter este que comparte con muchas obras de aventuras, desde La isla del tesoro (Treasure Island, 1883) de Robert Louis Stevenson hasta El diamante (Moonfleet, 1898) de John Meade Falkner, pasando por la sensacional (y desafortunadamente muy olvidada) Huracán en Jamaica (A High Wind in Jamaica, 1929) de Richard Hughes, o el El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 1954) de J. R. R. Tolkien, ya en un ámbito más tradicionalmente fantástico. El  mismo hecho de que todas las novelas de aprendizaje permitan semejante juego de interpretaciones “iniciáticas” (no se trata de negar las posibles claves esotéricas ocultas, sino de que esto no añade calidad a una novela) resta fuerza, a mi modesto entender, a un análisis de Verne desde este punto de vista, interesante y erudito, sí, pero que en el fondo parece querer ocultar o avergonzarse de lo que Verne es por encima de todo: un magnífico escritor de novelas de aventuras. Poco para muchos, anhelantes de los grandes andamiajes filosóficos, olvidando que el propio relato en sí ya encierra toda una concepción filosófica sin recurrir a autores considerados “mayores”: de la lectura de Viaje al centro de la Tierra se desprende toda una lección moral de superación, una filosofía de vida que nos lleva siempre a un paraje desconocido que nuestra mente, nuestro intelecto, debe domeñar y comprender no por la fuerza, sino por el uso de la razón. La profunda vitalidad que emana de esta obra inflama el corazón. Este es el mayor objetivo, el logro absoluto de esta novela: el de mostrarnos la poesía en toda su magnífica desnudez, en toda su inconmensurable belleza.


(Las ilustraciones que acompañan a este comentario de Viaje al centro de la Tierra son obra de Enrique Flores, 4ojos,y fueron publicadas originalmente en la edición de Anaya de esta novela, colección Tus Libros Selección, y se reproducen con permiso del autor.)

Este comentario fue publicado originalmente en el homenaje que la página web Sedice dedicó a Jules Verne.


miércoles, junio 07, 2006

La puerta abierta (1882), de Margaret Oliphant





La puerta abierta (The Open Door, 1882) es uno de los relatos de fantasmas más estremecedores que he leído nunca. Como todo buen cuento, gana cuantas más veces se lee: siempre se descubre algo nuevo. Margaret Oliphant (1828-1897) consiguió que el mismo M. R. James se rindiera ante la fuerza espectral de esta obra sin igual, a la cual el maestro de la ghost story jamás dejó de dedicar los más encendidos elogios.

Aunque aún aparecen las ruinas como epicentro de la acción, escenario heredado de la tradición gótica, este relato resulta plenamente moderno por varios aspectos. El primero de ellos, la forma en que ese escenario gótico es presentado: nos encontramos no ante los restos de una antigua iglesia o mansión señorial, sino los tristes muros semiderruidos de una casa moderna, en concreto el muro y la puerta de acceso del personal de servicio. En principio, nada más prosaico. En segundo lugar, aunque la interpretación fantasmal es la que domina el relato, no se dejan de lado otras posibles interpretaciones, tanto realistas como una de calado fantástico pero alejada por completo de la idea del alma en pena acosada por un hecho trágico de su vida (si bien esta es la que empapa el relato y lo domina). Otro aspecto más podría ser la misma actitud del protagonista, casi un cazafantasmas o descubridor de misterios, solo que aquí obligado por circunstancias personales que lo llevan a actuar de tal forma y no por dedicación.

Un relato extraordinario y difícil de olvidar, imposible también de leer sin sentir de continuo ese familiar estremecimiento que nos indica que el miedo está haciendo acto de presencia.

¡Y la próxima vez, por Cristo, que alguien lo deje entrar!


OLIPHANT, Margaret. La puerta abierta. Traducción de Rafael Díaz Santander. Madrid: Valdemar, 1987. 127 p. ISBN 84-7702-002-7.

viernes, junio 02, 2006

Los siete mensajeros (1942), de Dino Buzzati




Un príncipe parte de su reino en pos de un quimérico sueño. Lleva con él un grupo de mensajeros para mantener contacto con el mundo que queda a sus espaldas.

Creo que el relato de Dino Buzzati (1906-1972) Los siete mensajeros (I sette messaggeri, 1942) es puro símbolo. Algo habitual en la obra del autor italiano, algo esencial en su El desierto de los tártaros (Il deserto dei tartari, 1956). Intentaré explicarme.

Lo primero, la futilidad de la vida. La empresa del príncipe es considerada por todos "un inútil dispendio de los mejores años de la vida". Nuestros proyectos, deseos, ilusiones, son humo.

Segundo, la infancia perdida y su añoranza. El deseo de no perder nunca lo que indefectiblemente ya hemos dejado atrás: "En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia...", piensa el príncipe. Este deseo de que lo pasado permanezca, esté presente en lo que ya no es, es el porqué de los mensajeros. Ellos son su unión con ese pasado perdido pero que así cree recuperar: otra empresa condenada al fracaso de antemano. No son siete hombres a caballo viajando, somos nosotros tratando de no perder nuestro pasado. Por eso, cada día que pasa nos aleja más de él (la tardanza creciente de los mensajeros en regresar), la vejez que nos aleja de la infancia.

Más sobre la futilidad del empeño humano: en Domingo, uno de los mensajeros, se unen varios sentimientos. Él es el último contacto del príncipe con el pasado, el último al que manda hacia atrás, sabiendo que para cuando retorne será tarde. La aceptación de que ya el pasado está perdido, es irrecuperable, pero aún gastamos un último aliento en el esfuerzo por conseguir recuperarlo: "Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño también fue mío". Fundamental en estas palabras que el príncipe ya no considere ahora que el mundo de su pasado le pertenece, que es suyo todavía: lo fue hace mucho tiempo. Toma conciencia de la pérdida. Y más sobre la futilidad: manda a Domingo a su empresa aun sabiendo que no lo volverá a ver. Este cumple. Porque es un símbolo. La futilidad de aferrarse al pasado: eso representan los mensajeros.

A partir de aquí, del relato se apodera otro sentimiento. Los cambios acontecidos nos hacen extraños de nuestro propio pasado. Con los años, al príncipe no le preocupa tanto el pasado como lo que está por venir. De ahí que a partir de la marcha de Domingo ya nunca los enviará a hacer el camino de vuelta, sino que los mandará hacia adelante. Quiere que le den noticias de lo que hay más allá. Es la vida: en la mediana edad nos preocupa el pasado, pero con los años nos preocupa más el futuro, la muerte. Por eso espera ahora noticias de más allá, por eso se abre ante él un nuevo confín, un nuevo paisaje desconocido y aún por explorar, por eso es un extranjero. "(...) no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas... es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hacia las que me dirijo". Sabe que no volverá porque de este viaje ya no hay retorno, es la muerte, por eso sabe inútil el viaje de Domingo. Los mensajeros van ahora hacia adelante, la esperanza eterna que abriga el corazón humano, eso también son los siete mensajeros.

Así es como yo entiendo este magistral relato de Dino Buzzati.



En: BUZZATI, Dino. Los siete mensajeros y otros relatos. Selección y traducción de Javier Setó. Madrid: Alianza, 1996. 219 p. El libro de bolsillo; 1772. ISBN 84-206-0772-X. Pp. 7-12.


jueves, mayo 25, 2006

¡Señor, apiádate de mí! (1911-1930), de Leo Perutz





Extraordinaria colección de relatos del siempre genial Leo Perutz (1882-1957). Están todos sus temas, todos sus referentes: la locura, la tristeza, la venganza, el pasado como lugar de horror y desdicha y siempre, siempre, lo extraño dominando y dando entidad a su mirada. Todos los relatos son excelentes, pero hay tres que me conmueven de manera profunda cada vez que los leo.

El nacimiento del Anticristo (Die geburt des Antichrist, 1921) parte de una idea constante en la obra de Perutz: el pasado que retorna para hacernos el presente imposible. La fantasía y la historia se dan la mano de manera fabulosa. Lo triste, el destino fatal de sus protagonistas, se antepone a lo terrible, el advenimiento del mal tomando forma entre los hombres: ¡ese endiablado Josef! Narrado con una perfección que da vértigo.

El día sin noche (Der Tag ohne Abend, 1927) nos muestra, en su brevedad, pero de manera implacable, la fugacidad de la vida, lo efímero de nuestros sueños, la quimera que resulta del esfuerzo y la entrega tardías.

La fonda del Cartucho (Das Gasthaus zur Kartätsche, 1921) es mi favorito, una absoluta obra maestra y uno de los mejores cuentos que he leído jamás. Nos narra una historia realista, pero el narrador, enfermo de tifus, añade una dosis de delirio en su mirada que hace este relato aún más extraño. Una prueba irreprochable de que la diferencia entre fantasía y realidad solo es una cuestión de mirada, no de hechos. Y de que la fantasía quizá sea más real que estos, porque los actos ocultan la verdad. La aventura del desesperado sargento Chwastek nos arrastra en su devenir, compartimos la fascinación que el joven August Friesek, el confundido narrador, siente por él. Y de nuevo el pasado como origen del dolor presente: si miras el pasado estás perdido, créeme. Un cuento muy hermoso, triste, cargado de sutileza. Una emoción intensa parece recorrerlo de una manera oculta, escondida, subterránea, pero plena de fuerza.

Y lo mejor de todo es que los seis relatos restantes son casi igual de buenos.



PERUTZ, Leo. Señor, apiádate de mí. Traducción de Anton Dieterich Arenas; ensayo sobre el autor y nota editorial por Hans-Harald Müller. Madrid: Debate, 1990. 220 p. Literatura; 39. ISBN 84-7444-384-9.